12 de Diciembre. Fé

Bajo el puente peatonal hay un sillón, viejo, roído.
Tres ebrios se encuentran sentados en él.
Dos de ellos dejan escapar carcajadas a través de sus encías púrpuras y las pocas e irregulares ruinas amarillentas que alguna vez fueron dientes.
El tercer ebrio trata de calentar sus manos en el fuego.
Los dos que carcajean notan mi presencia, uno de ellos me apunta y continúan carcajeando, balbuceando alguna especie de burla.

En la cima se encuentra un largo camino, adornado de luces y protegido por viejos y enormes árboles, un camino aislado del mundo exterior.
Necesito salir de aquí y para que eso suceda debo hacer mi caminata de Fé.

Es un espectáculo nauseabundo.
La población, no conforme con tener el aroma y las maneras de parásitos rastreros, la noche de hoy, se comportan como tal.
Cientos de personas se arrastran de rodillas por el largo y empedrado camino.
Entre vidrios y basura, algunos con las piernas desnudas, algunos con cobijas bajo sus rodillas, algunos desnudos de pies a cabeza.
Una vieja desagradable le da ánimos a sus pequeños hijos, los incita a seguir e ignorar el cansancio y las ampollas en sus piernas.
Deja salir junto a su saliva maloliente un ataque rápido de promesas y fantasías, les promete que al terminar todo lo malo que les hace creer que son, se desvanecerá por un año entero, que serán mejor vistos ante los ojos del creador, que los observa como un masoquista enfermo desde su trono celestial, que recibirán comida y premios cuando cumplan con su calvario, que ellos tienen la obligación de hacer esto por aquella noche que la TV no sintonizaba y ella dejó que algún hombre, que semanas después desapareció, metiera su miembro erecto en ella y eyaculara a chorros, para terminar rápido y poder ir a ver algún partido de fut bol a la cantina de la esquina.
Los observo fijamente. No siento el remordimiento de admirarlos como animales porque esta noche no son más que eso. La vieja entrelaza su mirada con la mía y la regresa con desprecio.

Continúo, tratando de caminar lo más rápido posible, esquivando grupos de rastreros y mártires de infonavit, fracasando y entorpeciendo mi caminar cada 30 o 40 segundos.
Opto por seguir un rastro de sangre en el empedrado, probablemente alguien va ganando esta carrera divina.
Mi táctica funciona, la vía de la sangre es como una ruta rápida hacia el seno pristino de nuestra señora madre de los cielos, aquella que nos ha abandonado y espera su sacrificio anual para poder dejar que bebamos de sus pechos por unos segundos.
El rastro se extingue, la sangre me guía a un hedor insoportable, que se vuelve peor a cada segundo, mi estrella polar carmesí termina en una pila de mierda aguada, siendo evacuada del ano de un hombre de mediana edad, empapado en sudor a pesar del frío, con sus rodillas hacia el cielo, sus pies sobre el suelo y su rostro demostrando un éxtasis total, sujeta con total devoción su collar mientras parece balbucear entre gemidos una oración.
Termina de defecar justo cuando paso sobre él. Se tira sobre sus palmas, sube sus pantalones y continúa su travesía.

Minutos más delante me encuentro con una visión de encaje negro y faldas largas, cubriendo unas caderas fértiles y unas piernas que evocan los pensamientos más impuros en mi mente.
Una jóven que sostiene un rosario, negro, como todo su atuendo, lleva la cabeza cubierta con un velo, que deja escapar dos o tres mechones de su cabello negro como el abismo, sobre su rostro increíblemente pálido.
Ella nota mi mirada, lo sé.
El contoneo que comienza a producir no es natural, está coqueteando conmigo.
No puedo controlar esto, me acerco a ella, antes que pueda estar frente a frente, voltea.

Sus ojos carecen de color alguno, sus labios se mezclan con el mármol de su rostro.
Antes que pueda proferir palabra alguna, ella toma mi mano y la dirige a un punto justo entre donde deben de estar sus piernas.
Está totalmente húmeda, jamás había sentido calidez como esta.

Una mano en mi hombro me despierta de su sopor lujurioso.
Es una anciana, acerca su cara hacia mi y sonríe, caigo en cuenta que hay más ancianas alrededor de mi.

“Únete”

Trato de recuperar mi mano pero es imposible, la hermosa visión frente a mi abre sus labios perfectos para dejar ver las agujas que tiene por dientes.
Arrebato mi mano de ella y huyo del círculo de ancianas vestidas de negro.

Escucho sus bendiciones mientras me alejo, ni siquiera pienso en voltear.

 

Puedo ver la ciudadela que se levanta casi entre las nubes, la Catedral se impone frente a mi, tan enorme que el sentimiento de ser insignificante se intensifica y me causa náuseas.
Después de vomitar, me toma un momento volver a mi postura.

Al comienzo de la escalinata me detengo a tomar aire.
Varias figuras comienzan a acercase.
La verdadera cara de la noche, rastreros honestos que deambulan las oscuras calles, haciéndolas su hábitat, su hogar, su plateau.

Uno de ellos, un punk al que le falta una pierna y la ha reemplazado con un enorme dildo me pide un cigarrillo, se lo doy, pero carezco de fuego.
Él enciende una llama sobre uno de los parásitos que proceden a arrastrarse sobre las escaleras, enciende una llama justo en su cabeza, en su escaso cabello, ahí los dos encendemos nuestro cigarrillo.

Conversamos todos un rato.
Entre ellos se encuentra el punk sin pierna, acompañado de un viejo con un semblante tan depresivo que repugna, de piel casi azul que toca una flauta de pan mientras se lamenta, dos gemelas desnudas, fìsicamente perfectas, tomadas de la mano en todo momento e inundadas en ladillas, un enano con cabellos dorados, ojos azules y mentón cuadrado y una chica en un entallado vestido dorado.

-Jamás podremos salir de esto, ¿Sabes? Algunos lo hemos intentado, hemos perdido extremidades, dinero, nuestra dignidad y nuestros encendedores, no tenemos con qué hacer trueques y nadie de aquí está interesado en el sexo como forma de pago, todos estamos muy hartos de nosotros mismos como para pensar en placer carnal -Comentó el enano-

Yo asentí con la cabeza. La verdad era que tampoco tenía dinero, ni encendedor y el final de mi viaje probablemente me arrancaría cualquier rastro de dignidad  y vida que quedase en mi.

La chica en el vestido dorado me tomó de la mano y me pidió acompañarle al baño.
Caminamos hacia un lado de la Catedral, los dos sacamos nuestras respectivas vergas y comenzamos a orinar.

-Eh, ¿Sabes cuánto dinero he hecho diciéndole a los parásitos que soy una santa? Sólo se los susurro al oído y les escupo en la cara diciéndoles que es agua bendita, cada uno de ellos me ha dado al menos tres billetes, con esto estoy segura que puedo largarme de aquí. Ahora, eres un tipo guapo, ven conmigo, beberemos un gran vaso de ginebra justo al largarnos, vamos. -Dijo el vestido dorado viéndome a los ojos fijamente-

Subí mi cremallera y volteé hacia ella.
Sus ojos se iluminaron y abrió los brazos incitándome a buscar consuelo en ellos.

Abrí los míos, me acerqué a ella y le propiné un certero golpe justo en la cara.
Cayó al suelo, trató de apoyarse, pero falló cuando pisé sus dedos.
Cuando trató de levantar su otro brazo le hice una cortada con mi navaja.
Terminé por noquearla con una patada en la cara, procedí a buscar el dinero que me había dicho.
Y vaya, no bromeaba, en realidad tenía fajos enormes de dinero, fajos enormes que hacían parecer que poseía pechos enormes. Bajo el dinero encontré un encendedor dorado con unas palabras grabadas.

“Estoy crucificada, como una santa inmaculada, mirad bien hacia el cielo y cuidad lo que ven vuestros hermosos ojos, pues ellos os harán ascender”

Guardé con rapidez el botín y me dirigí hacia las escaleras.

Bajo el puente peatonal hay un sillón, viejo, roído.
Dos tipos se encuentran sentados en él.
Uno de ellos bebe y relata sus hazañas juveniles, sus peleas de bar y las chicas a las que ha desvirgado con su prominente verga.
El otro ríe en voz baja.
Bajo con ellos, les ofrezco cigarrillos y con mi nuevo encendedor prendo fuego a un contenedor al lado de nosotros, eso nos brindará calor y luz.
Seguimos charlando, riendo, llorando, bebiendo.
Alguien sube por el otro lado del puente.
Uno de nosotros le apunta.

12 de Diciembre. Fé