Donceles. 19

Llevaba 40 minutos esperando en la estación.

Esperando con la esperanza de que no llegara.

¿De verdad es así como funcionan las cosas?

Cuando llegas al punto máximo entre Saturno y el Abismo, comienzas a suplir cosas con otras cosas más baratas, más desechables, más fáciles y rápidas, que llegan a su clímax en un periodo corto de tiempo y se desvanecen momentos después.

Se vuelven un recuerdo vergonzoso, que con el tiempo se torna un pensamiento vago de mejores tiempos, un agujero negro lleno de duda y pensamientos idiotas que te hacen ver lo malas que han sido tus decisiones como para llegar a este exacto punto y no haber podido mantener ese balance, ese momento de clímax que probablemente jamás podrás mantener eterno.

Siempre te faltará dinero, belleza, libido, tiempo, convicción, compañía, visión, ánimo o simplemente, ganas de hacerlo.

Con el tiempo todo se vuelve tedioso y eventualmente lo dejarías.

Hace años conocí a un tipo tan metido en su propio culo que logró mantener el balance.

Solía ir a su casa cuando los dos éramos jóvenes, saltábamos clase para ir a su apartamento.

Joder, un tipo de esa edad con un departamento propio.

Le sobraba dinero a sus padres, claro está. Y por ende a él.

Me recibía con un abrazo, el maldito me recibía con un abrazo sincero, una amistad pura, nada más que eso.

Le sobraba convicción y ganas.

Recuerdo la música de fondo, algún vinyl extraño, que no me preocupaba en prestar atención ya que jamás se repetían, siempre había un nuevo vinyl, un libro nuevo, un filme para deleitar nuestra hambre de curiosidad, siempre había algo nuevo y trascendental en sus manos.

Y para acompañarlo siempre había algo estimulante.

Marihuana, mescaline, hachís, peyote.

Yo siempre fui más un alcohólico, cosa que tampoco faltaba.

Podía beber y beber y beber y jamás terminaba.

Y mientras el eterno vaso seguía ahí, medio lleno, también el hambre adolescente de creer tener toda vagina posible a la mano.

Tenía desde las chicas populares hasta las stoners en ese apartamento.

Desde chicas las cuáles deseabas se embriagaran para que se callaran y poder tirar una cogida simplona para cerrar la noche, hasta chicas que esperabas jamás terminaran de hablar, que siguieran inundándote con sus historias y no se detuvieran al momento de torcer tu perspectiva con su punto de vista de cosas que hasta ese momento te habían parecido absurdas.

Lo tenía todo, tenía la libertad, las drogas, el alcohol.

Mierda, hasta tenía un buen historial académico.

En todo lo que yo estaba metido también estaba él, pero lo hacía mejor.

Pero más importante que eso, tenía el tiempo para charlar conmigo.

Hijo de puta, lo tenía todo.

Al graduarnos se largó de la ciudad y aunque sentí un alivio porque el estercolero de lugar donde vivíamos volvió a ser tan sepia y muerto como antes de conocerlo.

Mi propia Necrópolis, de vuelta en todo su esplendor decadente.

Años más tarde me llamó.

Volvía a la ciudad por un corto plazo de tiempo.

Por esas fechas me encontraba ahogándome en un charco lodoso de aburrimiento y auto compasión estúpida.

Me emocionó terriblemente el hecho de volverlo a ver.

Qué aventuras me contaría, qué haríamos en el tiempo que pasaríamos juntos, tenía tantas cosas que contarle, discusiones sobre autores, filmes, música, joder hasta discusiones sobre coños, mierda, semen y basura. Cosas que sólo podía hablar abiertamente con él porque sabía que me comprendía a la perfección.

Nos citamos en la plaza principal de aquella ciudad. Básicamente una escala mayor del lugar donde originalmente nos conocimos.

Al llegar nos recibimos con ese mismo abrazo de hacía años ya.

La misma amistad pura que yo aún no podía devolverle, pero con la emoción y el afecto que tenía disponibles para alguien que consideraba lo suficientemente importante.

Enseguida nos pusimos al corriente. Y vaya que no estaba equivocado.

Tantas cosas nuevas que me contó esa noche.

Mierda inimaginable que el tipo había visto por las playas, los pequeños pueblos escondidos donde se refugiaban los niños ricos a vivir en contacto con la naturaleza un contacto falso y plástico, pero que al final de cuentas para ellos era tan real, se repetían a si mismos que era tan real, que terminaba pareciéndolo.

Sus andadas por Europa y los países bajos.

Pero conforme transcurría la noche, más le notaba extraño.

Como si escucharse hablar de sus propias victorias le fuera carcomiendo palabra por palabra.

Como si le faltara la miseria y el abandono que yo estaba cargando en ese momento.

Ahí supe que su balance le aburría como la mierda.

Pero ni de broma habría de dejarlo.

Estaba tan consciente que la mayoría de nosotros no habría de llegar ni a la mitad de ese estado en el que él se encontraba.

¿Buscaba ser nuestro guía y mantenerse ahí para tratar de decirnos cómo llegar? ¿Nuestro Buda del Desierto?

¿O simplemente había visto nuestro ser con ojos desnudos y se rehusaba a caer en esto algún día? Aunque le fuese necesario eventualmente y él lo supiera.

Esa noche antes de despedirnos me dijo que su estadía en la ciudad se recortaba solamente a dos días más.

Nos dimos un largo abrazo y un apretón de manos fuerte y tratando que fuera doloroso el uno para el otro.

Caminamos en dirección contraria y jamás lo volví a ver.

Esa noche llegué a mi departamento con una sensación extraña en la garganta, algo que sofocó mi sentimiento de angustia.

Todos éramos miserables, en el fondo todos lo éramos.

No tenía en qué más gastar mi tiempo así que llevo 52 minutos aquí.

Esperando que no aparezca.

Porque es una lástima que busque contacto humano para llenar huecos personales que no deberían estar vacíos, que al igual no puedo ni pueden proveer.

Eso y que es una grosería presentarte 52…53 minutos tarde.

Esperaré 3 minutos. No más.

Debo mantenerme en movimiento, en la seguridad de los túneles y sus hedores, entre la multitud, ahí le es más difícil encontrarme.

En movimiento no puede trepar por mi espina dorsal ni adherirse a mis terminaciones nerviosas.

La maldita náusea.

Puedo sentirla acercándose.

Puñetera hija de puta, más presente que mi sombra.

Un reflejo interno, un destello justo a los ojos, un chorro de vómito subiendo por tu garganta, buscando escapar por cualquier orificio, una noche de insomnio, un sopor profundo, un dybbuk, un duelo perpetuo, esqueletos en el clóset, hemorragias internas, entierro prematuro, una bala en el vientre, un órgano funcionando incorrectamente, los nervios oculares decayendo, una mala decisión, contemplar un futuro que jamás será, reemplazar cosas por cosas más desechables.

Todo lo que estaba dentro de mi.

Era lo que más me repugnaba de la náusea.

No me causaba esas cosas, sólo las hacía presentes.

Llegó a los 68 minutos.

15 minutos muy tarde.

Fuimos a mi departamento, tomé dos sedantes, la desnudé y metí mi verga en su boca.

Pude sentir el esplendor de una erección totalmente dura antes de sentirme totalmente dopado.

Follamos despacio, en posiciones que no me exigieran esfuerzo físico.

Al cabo de una hora me corrí sobre su cara, corriendo su maquillaje y estropeando su cabello.

Era tan bonita, incluso con el rostro cubierto de semen, que goteaba a sus pechos, mientras jadeaba y con una expresión llena de confusión.

Estaba seguro que yo también era su cosa desechable.

No me interesaba saber de qué.

¿Amores no correspondidos?

¿Separación paternal?

La convicción de estar así por no quedarse atrás con la generación actual, tal vez.

Nos metimos en la regadera, ella salió antes. Yo me quedé unos minutos más. Cuando salí la encontré vestida, maquillada y prístina como la recogí de la estación casi dos horas atrás.

Antes que pudiera proferir palabra alguna me contó un secreto.

Algo que jamás le había dicho a nadie.

(…)

Me sentí impotente al escucharlo.

La abracé y me di cuenta que tal vez no era su desechable, tal vez la percibía así porque ella era así, resultado de lo que justo me había contado.

La saqué del departamento lo más rápido posible.

No quería que ese espacio, mi plateau se contaminara con penas y culpa.

La llevé a beber café.

No charlamos.

Al devolverla a la estación me miro a los ojos y dijo que nunca más volveríamos a vernos.

Hice como si me importara.

Me despedí y di la vuelta. Segundos después ella me alcanzó y me plantó un gentil beso en los labios.

Dijo que nos veríamos el Lunes.

Realmente esperaba que no lo hiciéramos.

Con cargar mis secretos me era suficiente.

Contemplando la calle desde la ventana podía admirar todo el esplendor de la vida urbana.

Fiestas, paranoia, sexo, violencia.

Todo era en cantidades escandalosas.

Aún así me parecía tan civilizado y en control, comparado con mi vida pasada.

En mi vida pasada había contemplado asquerosos cráneos rotos, labios explotados, huesos dislocados, peleas de puños, navajazos, amenazas con armas de fuego, luchas de poder entre gente que no tenía poder alguno, tipos compensando sus complejos a golpes.

De pequeño me asombraba eso.

Recuerdo las charlas pueriles entre las que me sentía poderoso, importante, reelevante de estar presente.

Charlas sobre cómo tal tipo le había partido la madre a tal otro tipo.

Mierda, yo quería ser parte de esas charlas

Cuando fui parte me disgustó.

Odiaba que los asquerosos locales dijeran mi nombre.

Que le adjuntaran un “el” antes de proferirlo.

Que si ganaba una pelea me ganara 3 peleas más.

Como si compitiéramos por ver quién era el campeón de la caca, en categoría peso pluma.

Al igual nunca fui muy bueno.

Cuando perdías te volvías la burla.

Cuando perdía y me volvía la burla, devolvía esos insultos.

Y había mucho de dónde tomar para regresarlos.

Podía burlarme de su pobreza, de su falta de higiene, de su primaria trunca, de su acné, de lo idiotas que eran.

Con el paso del tiempo descubrí que ni siquiera comprendían el peso de estos insultos.

A final de cuentas ellos eran felices en su chiquero, regocijándose en su propia mierda.

Escuchando su rap, peleando con tipos igual de jodidos que ellos, sin curiosidad de saber cómo era allá afuera y cuando la tenían era “pal otro lado” donde eran felices en ese mundo gabacho de conformismo y placeres que da el capitalismo para que te mantengas en silencio.

Odiaba a los palurdos locales, los odiaba con un odio profundo.

Los odiaba porque mis primeros amigos, mis primeros compañeros, mis primeros amores, mis primeros enemigos lo eran.

Lo eran y me habían hecho sentir inadecuado por no ser como ellos, por no hablar y moverme como ellos, por no encontrar placer en sus actividades.

Los odiaba porque mis primeros mentores, mi Hermano y mis Padres habían caído en ese espiral de sentirse inadecuados, apagando esa llama de sus ambiciones, haciéndoles creer que sus caminos llegaban hasta ese asqueroso pueblo. “Ciudad en progreso” si quieren ser cerdos pretenciosos.

Mi familia había quedado atrapada ahí y me llamaban con lástima al verme como un animal rabioso tratando de escapar de ahí.

Una tarde de Domingo eventualmente vieron que mi llama no se iba a apagar.

Al contrario, me quemaba por dentro.

Con una mano sujetando unos cuantos billetes, la otra sujetando mi hombro y sus ojos con lágrimas a punto de brotar, mi Madre me dio un beso en la mejilla, su bendición y un comentario sarcástico tan propio de la familia.

Jamás olvidaré ese momento.

Trato de no llevar a mis Padres tan cerca de mi, en mis pensamientos.

Son lo más verdadero que he tenido.

El único antídoto que puede hacerme ver hacia el otro lado.

No quisiera que mi veneno se llevara esos recuerdos.

Es lo único que jamás quiero olvidar.

Las interminables charlas de Papá, las cuáles no llevaban a ningún lado pero jamás me cansaba de escuchar.

Las mañanas ayudando a Mamá en el jardín, desde el alba hasta que el sol se postraba sobre nosotros obligándonos a entrar.

Leer la correspondencia, contestar las cartas, comer escuchando el Tango en “De Una a Tres”, salir a jugar al parque y al regresar, recibir a Papá en el portón, para después ver cine Mexicano antes de dormir.

Y repetirlo al otro día.

Cada día más perfecto que el anterior.

Odio a los palurdos locales porque las circunstancias de vida me impedirán vivir tantas cosas con Papá y Mamá.

1.

Tenía 20 años cuando conocí a Alicia.

Era pálida, lisa, sus facciones parecían talladas con cincel, demasiado alta y con una sonrisa que podía manipular el clima.

A pesar de su belleza carecía de algo.

Su voz me recordaba a un Domingo, un Domingo en particular, uno que viví a los 6 años, un fatídico Domingo con un clima digno de propaganda gringa de 1956.

Cielos azules y blancas nubes. Una Primavera perfecta, que para mi parecía más gris e insípida, la más insípida y pesada de mi vida hasta ese momento.

Un Domingo que decidió multiplicarse semana a semana durante años, una que volvía como un viejo amigo, al que eventualmente me acostumbré y dejé de notarlo.

Así era Alicia, ese Domingo.

Parecía poder causar un terremoto pero no era más que un ligero viento canceroso.

Alicia estaba enamorada de mi.

Esto me causaba un ligero sentimiento de incomodidad, al saberlo lo único que quería era librarme de ella.

Aunque nunca fue insistente, me molestaba, la evadía a toda costa.

¿Acaso era yo tan insípido para ser blanco de su enamoramiento fugaz?

Jamás le había dado indicio alguno de que pudiese haber algo entre nosotros, así que sabía que había dos opciones.

Era yo un producto de una fantasía, una idealización idiota de la cuál parecía yacer un capricho, del cual ella no estaba consciente.

O tal vez era yo igual de insípido, me había mimetizado con ese Domingo y así como me rehusé a vivirlo y eventualmente dejé de notarlo, justo así estaba destinado a repetirse.

Y así fue, con el tiempo dejé de notarla y ella a mi.

Cada que la veía de nuevo estaba prendada de un nuevo Domingo.

En plazos menores a 3 meses.

Cuando dejé de notarla a ella comencé a notarme a mi mismo y a mi alrededor. Me asqueó el saber que en el fondo todos éramos Domingos. El engranaje social funcionaba como una oficina burócrata, alguien nuevo llegaba y la emoción desbordaba, hasta que con el paso del tiempo terminabas ese proceso y seguías adelante.

¡Qué horrible era la humanidad!

El único vehículo para detener eso era el abandono.

¿Por qué?

Tal vez el desaparecer constantemente hacía pensar que tenías algo que ellos no podían saber, algo que no podían poseer.

Y así era.

Cuando tuve la edad para hacerlo a mi gusto, comencé a desaparecer periódicamente y sucedió.

La gente no se iba, de hecho regresaba.

Buscaban encontrarse conmigo, buscaban obtener eso de mi ¿Por qué no me quedaba con ellos hasta que les aburriera y me suplantaran? ¿Por qué me aburría yo de ellos primero?

El rechazo es la Madre del interés y yo estaba a pocos pasos de ser canonizada en el tema.

¿Pero cuál era el punto?

A final de cuentas era un proceso y los procesos deben de terminar.

A nadie le gusta tener en el limbo sus documentos y no poder proceder con sus planes.

Así que volví, me volví sedentario esperando a terminar con el trámite.

¿3?

Cuando tenía 10 años recién cumplidos aún no conocía el mundo.

No conocía la maldad ni el placer que habitaba este plano maldito.

Recuerdo esperar el Verano como un veterano de guerra debe de esperar al nuevo y vigoroso enemigo. Sin esperanza.

A los diez años el Verano me alcanzo.

Para mi suerte no me alcanzó sólo.

Estaba en el parque junto a mi mejor amigo. Arturo, en aquellos entonces.

Jugábamos en un parque lejano a casa con un balón nuevo que mi madre me había obsequiado.

Jugábamos a pesar de que Arturo me había advertido de los peligros del parque.

Me hartaba que me trataran así, como una cosa pequeña y frágil, cosa que en un futuro significaría algo tan trascendente.

Al poco tiempo de estar en esa cancha, un chico que podría decir que era de nuestra edad se aproximó.

-Eh, una cascarita.

Aceptamos.

Al poco tiempo nos vio a los ojos y preguntó si teníamos algún vicio.

Arturo lo vio resecamente y respondió que sí, que era adicto a la TV y la coca cola.

Ahí supe que su supuesta rudeza se basaba en mentira.

Yo lo vi a los ojos y a pesar de ser una terrible ocurrencia le contesté: “cigarro”

Así que caminamos hasta la tienda de la esquina y compré tres cigarros sueltos.

Yo omití fumar el mío con la excusa que no me gustaban los blancos, que los blancos eran para mujeres, para putitos.

El chico prendió su cigarro y mi amigo inventó todas las excusas posibles para no fumar el suyo.

Quedó como un cobarde.

Fue humillado como tal.

Y su cigarrillo le fue arrebatado por nuestro acompañamiento.

Nos sentamos en silencio mientras uno de los tres cigarrillos se consumía. Al terminarse, el chico se levantó, caminó y a media cuadra gritó para despedirse.

Al regresar a la cancha nos dimos cuenta que nos habían robado el balón.

Que mi amigo era un mentiroso.

Y que yo era un bastardo capaz de vender a su mejor amigo con tal de conseguir un rush de adrenalina suficientemente barato y común con el fin de ver “de qué se trata”

Ahí me habría dado cuenta que todo esfuerzo era en vano.

No me causaba la euforia que aparentaba.

Donceles. 19

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